Reportaje

Los dos lados del puente

Con la falta de trabajo, los recortes y las subidas de impuestos, a muchos españoles ya no les llega ni para una habitación. La pobreza avanza y, con ella, sus consecuencias. A los indigentes que duermen en las calles cada vez se les unen más ciudadanos que se quedan sin recursos. Personas que hace mes pertenecían a la clase media, hoy se encuentran en una situación económica muy comprometida. Miles de españoles se han quedado sin trabajo a causa de la crisis mundial y muchos han tenido que dejar su hogar en manos de las entidades financieras.
Esta es una situación que le suena mucho a nuestro protagonista, Manuel Velasco, quien hace años pasó sus peores noches bajo el Puente de Malatos. Velasco cumple cincuenta años esta semana; medio siglo en el que su vida ha pasado por muchos momentos difíciles. Hoy su situación ha mejorado gracias a la gran labor de Cáritas pero es consciente de la dificultad que supone salir de la calle. Manuel Velasco llegó a esta ONG con la intención de cobijarse de las duras noches del invierno burgalés y son ya  dos largos años los que lleva conviviendo con otros sintecho de la ciudad.
Manuel Velasco se presenta a nosotros escondido tras un seudónimo. Pese a los años que lleva fuera de la calle, aún pesan más las malas experiencias que los logros alcanzados. Las malas experiencias con las drogas le hacen reticente a mostrarse tal y como él realmente es.
La vida de Manuel se truncó por completo. La muerte de sus padres le hundió en una profunda depresión y buscó consuelo en las drogas. Toda esta espiral de autodestrucción hizo que lo despidieran del trabajo y llevó al límite su matrimonio. Su mujer no pudo aguantar más, y un día amparada en la oscuridad de la noche lo abandonó. Manuel pensó que había tocado fondo y que nada podía ir peor, así que se sumió en un pozo de desesperación del que no salió hasta que le comunicaron su desahucio.
Nos cuenta que no sabía muy bien como acabó en esa situación y que recuerda perfectamente como esa noche la lluvia le empapaba la cara. Esa fue la primera noche que se resguardó bajo el Puente de Malatos. Tal vez fue esa noche, bajo ese puente,  cuando tomó consciencia de su situación y decidió que el tiempo de autocompadecerse tenía que acabar. Debía recuperar las riendas de su propia vida.

Pero no es fácil recomponer lo que se ha hecho añicos. Su ropa estaba sucia y los pies mojados. No se sabía dónde acababa el hombre y donde empezaba la tierra en la ribera del Arlanzón. Sus uñas estaban llenas de arena y todos sus enseres estaban en una casa a la que no podía regresar. En esa situación era difícil recuperar su trabajo o encontrar uno nuevo que le sirviera de apoyo para comenzar una vida nueva. El poco dinero que podía conseguir diariamente lo destinaba al consuelo que solo las drogas le ofrecían. En pocos días el puente se convirtió en su hogar y sus piedras se convirtieron en su calendario y su pasatiempo. Nos cuenta como se entretenía en las noches contando las piedras del primer arco sobre el que se resguardaba. Le ayudaban a conciliar el sueño y distraerse de su situación.
Pronto conoció a la gente que pisaba el barro en la ribera del Puente de Malatos. No tardó en darse cuenta de las diferencias que había entre la gente que pisaba el puente de piedra y los que, como él, tenían que conformarse con oír las pisadas sobre su cabeza. En esos momentos se dio cuenta del desprecio de la gente. Las personas que utilizaban el puente miraban de reojo a los que debajo se cobijaban. “En ocasiones pasaban corriendo o se lo pensaban más de una vez a la hora de cruzar”, añade Manuel con lágrimas en los ojos. El Puente de Malatos se convirtió en la casa de Manuel durante tres largos meses. Las noches se hacían interminables y los días pasaban despacio. 
Hoy en día, la gente que transita el puente, permanece ajena a todo el dolor y a todas las lágrimas que debajo de él se han vertido. Lo observan como si de un monumento más se tratara y no es así, para algunas personas como Manuel sirvió de cama durante tres largos meses. Es algo muy diferente a lo que ocurre cuando nuestro protagonista pasa por encima. Él no puede evitar recordar, incluso a veces con cierta nostalgia, la camaradería que se formó bajo los arcos del puente. 
A Manuel le gusta visitar la que fue su “casa” por lo menos un par de veces a la semana para recordarse a sí mismo que todo puede ir peor y vuelve a ocupar por un rato el lugar del paseo donde solía ponerse a pedir unas monedas. Ahora no pide dinero, sino que observa el correr del agua que tantas noches escuchó mientras dormía. 
El día a día de Manuel ha cambiado,  ahora se despierta temprano con un incentivo claro, salir a la calle en busca de trabajo. La situación actual de empleo no es favorable pero ha conseguido pasar las mañanas ocupado ayudando en un pequeño huerto familiar a las afueras de Burgos. Esta familia le brinda la oportunidad de cultivar diferentes hortalizas: patatas, zanahorias o puerros, y a la vez poder ganar un pequeño jornal.
Manuel ha conseguido salir de su situación de pobreza absoluta, pero hay muchos otros que se ven abocada a ella. El momento en el que te ves en la calle es desalentador, pero nuestro protagonista recalca que a partir de ahí solo se puede mejorar. Su situación se asemeja a muchas de las que hay a lo largo del país, pero Manuel insiste, “se puede salir”.